El mensaje general del Entierro de Cristo es diáfano: las desdichas de este mundo no son eternas, sino un camino a la esperanza. En la disposición de Jesús, pese a la aparente naturalidad, nada responde al azar: ni la dirección de la cabeza, ni la leve elevación del tronco, ni la disposición de las manos. Y todo conduce a un objetivo último: mover a la piedad.
La figura de Cristo es el eje físico y emocional de la composición. Escenifica la entrega de la vida de un Dios para obtener el perdón del pecado original para la humanidad. Juni ha elegido una anatomía musculosa, casi hercúlea, en la que llaman la atención las llagas, objeto preferente de piedad. Los brazos no están dispuestos simétricamente: el derecho descansa junto al costado y la mano izquierda reposa, descoyuntada, sobre el pecho, seguramente para poder mostrar la herida del clavo.
La llaga del costado es quizás la responsable de que la cabeza de Cristo esté girada hacia el espectador, pues el conjunto estaba destinado a una visión frontal. Seguramente sea también uno de los motivos por lo que la cabeza reposa sobre cojines, pues sino se hubiera levantado el tronco, quedaría oculta por el brazo.
La Virgen puede ocupar diferentes lugares, básicamente dos: el centro de la composición, hacia la cadera del Yacente, o bien junto a la cabeza de su hijo. En los Entierros, suele aparecer representada como una mujer cercana a la ancianidad que encarna el paradigma del dolor. No puede sufrir más, pero no ha perdido ni la razón, ni la fe ni la esperanza.
Juan es el discípulo amado, el que permaneció, junto con María, al pie de la Cruz. En los Entierros, puede aparecer en cualquier posición: como una figura “aislada”, más o menos absorto en su dolor, o bien junto a la Virgen, consolándola. Siempre joven, vestido con sencillez, es el modelo para este grupo de edad, que pese a su inexperiencia tiene una oportunidad de salvación si atiende a la verdad.
María Magdalena figura aquí en su posición más clásica, a los pies, mirando a Jesús y portando un bote de ungüento. Su brazo izquierdo traza una potente línea vertical, que acentúa la relación entre ambas figuras y en su cabeza se han querido ver evocaciones de la figura de La Noche, de la tumba de Juliano de Médicis, obra de Miguel Ángel.
María Magdalena es una figura especular de Juan, pues es también joven, y a la vez es su opuesto: no es su juventud sensata, sino la otra, pecadora y rica, lujosamente vestida. Su arrepentimiento y futura penitencia garantizan la salvación a quien quiera imitarla.
José de Arimatea es quien se atreve a dirigirse a Pilatos para pedirle el cuerpo ya sin vida de Cristo, costea el sudario y deposita el cuerpo embalsamado en una tumba de su propiedad. Era un hombre rico (su atributo es la bolsa) pero piadoso, y es a estos a quienes representa, certificando la viabilidad de salvación de los pudientes. Aquí es él quien introduce al espectador en la escena. Vuelto hacia el frente, exhibe una espina extraída de la cabeza de Cristo e invita al devoto a unirse emocionalmente al grupo.
Nicodemo, quizás el mismo que conversó con Jesús una noche y que le amparó ante un posible arresto, aparece en este episodio ayudando a José de Arimatea a descolgar la cruz el cuerpo de Jesús y a enterrarlo. En este contexto, suele aparecer con vestidos modestos, que le sitúan entre los menos pudientes, a quienes puede representar en este grupo de elegidos.
Pero su figura tiene otros significados. Se ha señalado que su gesto pensativo remitiría al intelectual turbado por la duda. Por otro lado, su extrema sencillez se ha apurado a veces hasta hacer de él un necio, lo que le convirtió en el patrón de los animales, especialmente de los cerdos, en la zona de Bretaña.
El resto de los personajes es más variable. Pueden aparecer una, dos o tres Santas Mujeres, a veces con sus esposos. Su significado en los Entierros es transparente: son seres humanos sencillos pero ejemplares, pues su simplicidad no les impide estar en el lugar más importante en el momento más conmovedor.
(Fuente: Museo Nacional de Escultura de Valladolid)